Era un nuevo amanecer.

Era un nuevo amanecer.
El desierto me obligaba a caminar lentamente, la sed insaciable de anhelos volvió a mi como un fugaz rayo de luz en una noche de tormenta. De repente, me encontré debajo de aquella torre grisasea, todo un caparasón de metal sobre mi y yo, una hormiga obrera destinada a cargar sobre su lomo las hojas para mi refugio; no hacía más que mirar extrañada esa estructura. Hace un tiempo sólo eran paredes blancas, sin una gota, sin una mancha. Huí de allí como animal en quema. Ya no me sentía más extraña en el mundo, lo había recorrido, en el me había sumergido. Era una extraña sensación ante lo inevitable, huí del pálido lugar sin nisiquiera percatarme.

De allí partí.

Era una cálida tarde de finales de septiembre, desde mi despedida las horas se me filtraban entre los pasos y los calendarios sólo me presionaban, contaban regresivamente mis días lejos. Ese día en la mañana volví a lavar mis penas en sus aguas, las horas pasaron revoloteando entre mis pies fríos y arrugados de tanto danzar en el agua fría y transparente. Era tan contradictorio su flujo calmo, me invadía de paz, armonía pero al mismo tiempo, me atiborraba de imágenes, bocas, lenguas, deseos, angustias danzarinas, una tras otra se comían formando círculos concéntricos de alaridos y aullidos delirantes. Era como ver pasar una procesión. Esa tarde gélida, estuve allí llena de amor y deseo. Compartía con los seres humanos la finitud de la vida, la parcialidad de la historia. Fue una velada con el sapo, el armadillo y las leyendas aymaras; fue la invención del amor, ahí aún me revoloteaban las pestañas como niña con colores nuevos. Sentía su respiración en mi hombro y sus besos en la nuca. Fui feliz, allá me quedé inventando historias, afinando mi voz con las olas del lago; fui feliz porque logré llegar tan alto, nadar tan bajo, y respirar tan hondo. Zarpé a lo incierto y me suspendí en el infinito misterio de tus olas.